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Un Mensaje a la Conciencia
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Todo era calma y silencio. Algunos perros ladraban, pero casi no se oían sus ladridos por lo distantes que estaban. La luna se había ocultado oportunamente detrás de una densa nube, dejando la casa totalmente a oscuras. Calín, avezado y diestro ladrón de San Borja, distrito de Lima, Perú, abrió la puerta con cuidado y se acercó sigilosamente al dinero. Eran diez millones de soles. Guardó la fuerte suma en una bolsa, y corrió a su casa. Ese fue su error, ya que ahí mismo, en su casa, su esposa descubrió uno de los fajos, lo abrió y se dio cuenta de que eran billetes falsos, impresos en papel común y corriente. Avergonzado, humillado y aplastado por el engaño del que había sido víctima, Calín se fue de la casa. Pero su esposa no tardó en denunciarlo a la policía por ladrón y por abandono del hogar. A muchas personas lo que le sucedió a Calín les ha de recordar el refrán que dice: «La codicia rompe el saco.» Y es que según la teología medieval, la codicia es uno de los siete pecados capitales que no se perdonan. En definitiva, fue la codicia de poseer diez millones de soles lo que llevó a Calín a la perdición. ¿Y qué es la codicia? Según el Diccionario de la Real Academia Española, la codicia es el afán excesivo de riquezas. En sentido figurado, es el deseo vehemente de algunas cosas buenas. Todos sabemos que es normal el deseo de poseer cosas buenas. Pero la codicia es ese deseo convertido en pasión, es decir, algo bueno llevado al extremo. El deseo natural de poseer y conservar es legítimo. A él se debe que nos esforcemos por tener comida, ropa, casa, auto, cónyuge e hijos. Es lo que nos impulsa a hacer una carrera, a iniciar un negocio o a lanzar una nueva empresa. Los sanos deseos nos pueden llevar hasta a cruzar fronteras lejos de nuestra tierra en busca de nuevos horizontes. Cuando los mantenemos dentro de sus cauces, esos deseos de poseer pueden ser buenos y positivos, señales de verdadero progreso. Pero cuando se vuelven pasiones desorbitadas que nos dominan, cuando se hinchan como un tumor maligno y se extienden como un cáncer y devoran lo mejor de nuestras fibras morales, esos deseos —los mismos que arruinaron a Calín— nos pueden llevar a la perdición. Contra el pecado capital de la codicia hay un solo antídoto. Es Jesucristo, el Hijo de Dios, que representa todo lo contrario. Él es el Desinterés en persona, la Generosidad en carne propia. El único deseo excesivo que tuvo fue el de dar el todo por el todo para salvarnos de los deseos de nuestra naturaleza pecaminosa. Cristo tomó nuestro pecado sobre sí en la cruz a fin de librarnos de la esclavitud de ese pecado, incluso la codicia. Si le entregamos todos nuestros deseos, tanto los malos como los buenos, Él hará lo que nosotros, por nuestra propia cuenta, somos incapaces de hacer: disipará los malos y hará que los buenos se cumplan de modo sobrenatural. | |||||||||
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